martes, 5 de diciembre de 2017

Las historias de nuestros abuelos (4º ESO B)

Ahora que se acercan las fiestas navideñas, en las que es costumbre reunirse con la familia y recordar viejos tiempos, vamos a compartir con vosotros algunos de los textos que los alumnos de 4º de ESO han escrito sobre sus abuelos. Para escribir estos relatos, que han realizado para la materia de Lengua, los alumnos han tenido que poner en juego distintas destrezas vinculadas a la competencia lingüística (escuchar, preguntar, tomar notas, elaborar un borrador, poner por escrito una anécdota, expandir un relato…) pero además esta tarea les ha aportado algo más enriquecedor desde el punto de vista humano y afectivo: les ha servido de excusa para compartir tiempo con sus abuelos, para conocerlos mejor, o para recordarlos si es que ya no están con ellos. Muchas gracias a las autoras de estos entrañables relatos por compartirlos en el periódico. Próximamente publicaremos otras dos entradas con más textos. Esperamos que os gusten.


"Mi abuelo un día fue niño", por Luz Gordo (4º ESO B)

Eran otros años, otros tiempos, pero los mismos pueblos. Pueblos de Castilla que hoy están prácticamente despoblados pero en los que hace más de 80 años vivía mucha gente y lo que resulta más sorprendente, ¡había niños!, sí, ¡muchos niños! Niños que iban a la escuela y jugaban en las calles de su pueblo, como mi abuelo. Mi abuelo, que hoy es un anciano de 85 años, recuerda emocionado su vida de niño en su pueblo Payo de Ojeda, en la montaña Palentina.
Era el final de la Guerra Civil cuando mi abuelo, al cumplir los 6 años, empezó a ir a la escuela. Recuerda con ilusión cómo cada mañana se levantaba y después de haber desayunado unas “sopas”, que no eran otra cosa que agua hervida con pan y un chorrito de aceite, iba a clase junto con todos los niños y niñas de su pueblo.
La escuela era una sala muy grande que tenía una estufa de leña  y carbón que encendían los fríos días de invierno y colgados en la paredes había una pizarra, un mapa de España y un crucifijo. Estaban juntos niños y niñas desde los 6 hasta los 14 años, así que en clase eran un montón de alumnos, muchos más que ahora, por lo que la maestra tenía en su mesa un timbre que tocaba cada vez que se oía barullo. Al niño o niña que hacía alguna travesura la maestra le castigaba con ir a la carbonera, que no era un cuarto oscuro, sino que era un cuartito pequeño en el que guardaban la leña y el carbón para la estufa.

Todos los días al llegar lo primero que hacían era saludar a la maestra, Doña Segunda, así se llamaba la primera maestra que tuvo mi abuelo. Según iban entrando se sentaban en sus pupitres, en cada pupitre se sentaban dos alumnos. Los pupitres eran de madera y en una de las esquinas tenían un pequeño hueco para poner la tinta. En aquella época no había ni lapiceros, ni bolígrafos, ni gomas, ni sacapuntas, se escribía con pluma que cada poco tenían que cargar con tinta que cogían del tintero del pupitre y que manchaba mucho, por eso la usaban solo los niños y niñas mayores y muy poco. Lo normal era escribir en una pequeña pizarra, el “pizarrín”, que, claro, cuando ya lo habían llenado tenían que borrar para poder volver a escribir. Los más cuidadosos tenían una pequeña esponja para borrar, pero los más desastrosos borraban con la mano o con la manga de la chaqueta. En el pizarrín escribían con una especie de tiza que se llamaba “clarión”.
Aquellos tiempos eran muy duros y no había dinero, no se podían comprar libros.  Los libros los tenían los maestros en la escuela y los utilizaban todos los niños siguiendo un orden. Para aprender a leer utilizaban una cartilla, el “silabario”, para matemáticas, el “catón” y tenían un libro “la enciclopedia” en la que venía todo desde matemáticas hasta geografía pasando por lengua y religión.  Se aprendía lo básico: a leer, escribir, algo de matemáticas y geografía. Mi abuelo recuerda que en la escuela, cuando ya sabían leer, les iba llamando el maestro o maestra, uno a uno a su mesa, y leían el Quijote. En casa el primer libro que él leyó fue Santa Genoveva de Brabante, le parecía un libro muy bonito porque tenía dibujos en colores.

Al cumplir  mi abuelo los 10 años, en el pueblo hicieron una escuela nueva con dos clases y separaron a las niñas de los niños. Las niñas tenían una maestra y los niños un maestro, porque entonces no se llamaban profesores; eran el maestro o la maestra. El primer maestro que tuvo mi abuelo fue Don José Luis, después cada año que pasaba tenía un maestro distinto.
De lunes a sábado iban al colegio. Las clases eran por la mañana de 9 a 12 y por la tarde de 3 a 5. Muchos niños y niñas al acabar la clase, algunos incluso antes, tenían que ir a ayudar a sus padres en el campo o en casa con las tareas domésticas. En esa época de hambre y penurias, todas las manos eran pocas para poder sacar adelante a la familia. Solo unos pocos se podían quedar jugando.
Los sábados por la tarde entre todos los niños y niñas limpiaban la clase. Mientras las niñas se quedaban barriendo y recogiendo, los niños iban a la fuente a por agua para fregar el suelo. Descansaban los jueves por la tarde y los domingos.
Los domingos se ponían todos  muy guapos e iban a misa y después a jugar por las calles del pueblo. Entonces se jugaba en la calle, no había juguetes, cualquier cosa valía para pasar un buen rato con los amigos. Jugaban al escondite, a pillar, a las tabas, al castro, a los alfileres, a la peonza y jugaban mucho a los bolos en las eras del pueblo. No tenían balón, a los pueblos no había llegado el fútbol.
Al cumplir los 14 años se acababa la escuela y los que podían se iban a la ciudad a seguir estudiando, pero la gran mayoría se quedaba en el campo trabajando. Las familias eran muy numerosas y no podían estudiar todos los hijos. Mi abuelo, el mayor de once hermanos, tuvo suerte y gracias al esfuerzo de sus padres pudo seguir estudiando, primero en el colegio  de los Maristas en la capital de su provincia, Palencia y después se fue a Zaragoza a estudiar medicina porque  tenía allí  familia.
Sí, porque a pesar de lo duros que fueron los años en los que le tocó vivir su infancia y juventud, primero la guerra Civil y después la posguerra, supo aprovechar las pocas oportunidades que le ofreció la vida y llegar a ser médico, médico de pueblo, profesión que ejerció hasta cumplir los 70 años.
Hoy ya mayor y casi ciego sigue intentando aprovechar la oportunidad que le está dando la vida de seguir aquí con nosotros, compartiendo sus experiencias.

“A través de sus ojos”, por Soraya Fernández (4º ESO B)

Corría el año 1917 cuando nació mi abuela Carmen en la localidad de Gijón. A los seis meses, tras la muerte de su madre, la trajeron unos tíos a vivir con ellos a un pueblo de Cantabria, llamado Molledo, ubicado en el Valle de Iguña. Un idílico valle desde las Fraguas a Bárcena enclavado en una extensa llanura rodeada de montañas, de todas el Pico Jano es la que más destaca.

Me contaba la abuela, llena de nostalgia, cómo había transcurrido su niñez. "¿Sabes que yo jugaba con Miguel Delibes cuando era un niño?", me decía. Y acto seguido iniciaba un relato con voz pausada, explicándome que con el inicio del verano los chiquillos del pueblo se acercaban para ver cómo la casa donde Delibes pasaba las vacaciones con su familia iba cobrando vida, con gente correteando de aquí para allá y apurando hasta el último minuto para dejar la estancia impecable.

-¡Ya vienen los de Delibes! ¡Ya vienen los de Delibes!- gritaban los niños con tono jocoso; y así, entre diversiones y risas, transcurría el verano. 
                                                                             
Miguel Delibes, segundo por la izquierda, sobre el carro junto a su padre,
hermanos y primos en Molledo en 1923.
Por las noches iban a jugar a un emblemático árbol de Molledo, llamado el Nogalón.

Uno de los juegos con el que más disfrutaban todos era con las tabas, que consistía lanzar al aire huesos de animales (ovejas, carneros…) a modo de dados y recogerlos con la mano.

En numerosas ocasiones mi abuela tenía que subir a los prados para ordeñar una vaca; ella no acogía con mucha simpatía tener que realizar esa tarea, pero siempre la desempeñaba sin protestar.

Con los comienzos de septiembre el pueblo se vestía de fiesta, se celebraba la Virgen del Camino, que en su día fueron los festejos más populares de todo el valle. El último día, pese a la tristeza del fin de fiestas, los niños mantenían la alegría, pues aún les quedaba bajar al campo del ferial a la rebusca, que consistía en buscar todo tipo de objetos que la gente hubiera extraviado; si había suerte se podía llegar a encontrar alguna peseta, una horquilla para sujetar el pelo, un pañuelo…

Durante las estaciones de otoño, invierno y primavera mi abuela, acompañada de más niñas, iba a Madernia (un colegio de monjas de Helguera). Todas las mañanas tenía que bajar la varga de Molledo para llegar hasta el colegio. Mi abuela me explicó que las monjas eran muy estrictas y severas, y no les tenían mucha simpatía a aquellas alumnas holgazanas o simplemente a las que se dedicaban a charlar durante las explicaciones, en más de una ocasión las monjas, hartas de lo que consideraban faltas de disciplina, mandaban poner a las niñas más rebeldes la mano en forma de puño y se la golpeaban con una regla para que aprendieran a comportarse adecuadamente.

En invierno, y con la llegada de las lluvias torrenciales, la varga se convertía en un barrizal donde todas las niñas cogían unas chupas espantosas.

Y ya pasado el invierno, cuando apretaba el calor, para no tener que volver a Molledo al mediodía, llevaba la comida, generalmente tortilla, pues consideraba que era un manjar exquisito y dejaba su botella de agua escondida en un regato para que no se calentara.

Hay muchas cosas que, con lágrimas en los ojos, mi abuela me contó de su niñez.           
                                                                                                                                                          
¡Cómo van a caber tantas emociones en una redacción!

A mí, mi abuela me hablaba del Valle Iguña. Y, hoy en día, el Valle de Iguña me habla de mi abuela.

“Una historia de amor de las de antes”, por Valentina Fernández (4º ESO B)

Antonio, mi abuelo,  nació un 7 de enero de 1928 en Burgos, aunque desde pequeño se trasladó con su familia a Madrid. Era un chico alto, delgado y muy coqueto, que siempre llevaba bigote, por eso era coqueto, no porque el bigote estuviese de moda, sino porque bajo su bigote se escondía una gran cicatriz.

Mi abuela María Jesús o Mariaje, como la llamaba el abuelo, nació un 31 de julio de 1927 en Santander.  También era una chica alta, delgada y pelirroja

A mediados de los 50, mi abuelo, que para entonces era un empleado de lo que antiguamente se llamaba la Compañía Telefónica Nacional de España, vino trasladado a Santander a poner en marcha una nueva central. Aquí conoció a Mariaje, un día cualquiera en un paseo más por la Alameda Primera. Primero los paseos y luego, como se decía antiguamente, "comenzaron a hablarse”, porque, según  mi abuela, “antiguamente no había ni sexo ni nada, solo hablaban”. Un tiempo después a Antonio le volvieron a trasladar, esta vez a Sevilla, manteniendo su relación por correo postal con cartas de amor y fotos, como las de antes.

Tras pasar un tiempo distanciados, Antonio escribió a Mariaje, para decirle que había conocido a una chica sevillana y que ahora tenía dudas. Mi abuela, que por si no lo había mencionado antes, era una mujer tremendamente orgullosa, le respondió: “No te preocupes, Antonio, donde hay duda no hay cariño”, y con ello dio por finalizada su relación.

Meses después, Antonio volvió a Santander esperando encontrar a Mariaje sin saber que para entonces, Mariaje se había ido a vivir por un tiempo a París, donde ya vivía una amiga suya que le había encontrado un trabajo. Las amigas de Mariaje la escribieron contándole que Antonio había vuelto a Santander y preguntaba por ella. Entonces Mariaje le escribió para decirle que si lo que buscaba eran sus cartas de amor y sus fotos, no tenía que preocuparse, porque en cuanto volviese a Santander se las devolvería. Cuando Mariaje volvió a Santander y quedó con Antonio para devolverle sus cosas, él se le declaró y le confesó que había vuelto a buscarla.

Así fue como mis abuelos se conocieron y se casaron años después. Por lo que yo recuerdo siempre paseaban de la mano e iban juntos a todas partes y, aunque ya no estén, esta historia me la contaba mi abuela siempre que veíamos fotos juntas.  Aunque, a decir verdad, las cartas y las fotos de las que habla esta historia nunca las vi, porque como decía la abuela “ésas, me las bebí”... pero eso ya es otra historia.

“Recuerdos del Carnaval”, por Blanca Zabala (4º ESO B)

Un día de otoño alrededor de la lumbre de la chimenea, en nuestra casa del pueblo (Laguillos Valdeprado del Río) y asando castañas como lo hacían antiguamente, envueltas en papel de periódico y tapadas por las brasas, mis abuelos nos contaron historias de su niñez.

Imagen de Valdeprado del Río.
Mi abuela, Elisa, nos mostró una foto de unos carnavales, y entonces nos explicó cómo lo celebraban. Las  mujeres se vestían de hombres o con antiguas prendas que tenían en casa, mi abuela se vestía de hombre como se podía ver en la foto, todos los mozos y mozas iban de un pueblo a otro cantando y bailando, de hecho recordó una frase de la canción que se cantaba en estas fiestas: “y esta comparsa que aquí formamos pues nos queremos todos como hermanos”. Después dijo que la solían cantar todos juntos cuando llegaban a los pueblos, en este caso, mi abuela me contó que siempre iban andando a Los Carabeos y a La Aldea de Ebro (Valdeprado del Río).

También mi abuelo, Sergio, intervino y nos contó que unos días más tarde se celebraban las Marzas, donde todos los chavales del pueblo iban de casa en casa cantando y como forma de agradecimiento se les daba comida (chorizo, tocino, queso…). Entonces, con toda la comida que habían recogido, al final del día merendaban todos juntos en una casa que no viviera nadie y pasaban la tarde.

Todo esto era en los días de fiesta, claro, pero la realidad era otra. Todos los días se madrugaba para hacer las tareas (atender al ganado, trabajar la tierra….). Como nadie les llevaba los víveres ni nada al pueblo, tenían que ir a ferias, para comprar esos víveres y comprar o vender algún animal, de pueblos cercanos e incluso hasta Reinosa (a unos 24km de mi pueblo).

Al terminar las castañas mi abuela se retiró y fue en ese instante cuando entendí cómo ha cambiado la sociedad a lo largo de los años, y lo bonito que es recordar momentos felices.


No hay comentarios:

Publicar un comentario